El aroma de un limonero

Todas las tardes sin falta, en el patio de una casa austera donde las paredes sollozan y el techo tiene más historias que una vecina curiosa, un limonero apodado taquito, por una niña de ojos tristes, es el espectador del monologo de aquella niña.

Cuando la niña llega asustada por los gritos de sus padres, taquito le pide al sol cuidadosamente que se haga a un ladito porque necesita dar cariño y evitar que su niña se ahogue en su propio llanto.

Soy su salvavidas, un poco su madre quizá, porque a veces hace cosas tontas y necesita quien le dé, de sopetón su realidad, pero más soy su amigo, le dice taquito al sol.

El sol sonríe y como de costumbre se ubica en el lugar exacto para que taquito con su sombra abrace a la niña.

Ana, se llama la niña, se acurruca bajo ese abrazo, mientras el aroma de taquito se le incrusta en la mejilla como un beso suave, y de sus hojas agitadas emerge una larga conversación lo suficientemente cálida, como para regalar a los ojos de Ana, una pizca de destello y jurarle sin ninguna duda que su infancia estará llena de cartas escritas con el aroma de un limonero.

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