Nunca imagine que al otro lado de la calle miraría tus ojos, divagando, como buscando ausentarte del peligro, de ningún modo pensé que de un viento suave y apacible vendrían tus palabras a seducirme en el oído y jurarme que en cada beso tuyo encontraría una y mil razones por las cuales sonreír, fue entonces cuando percibí un cielo lleno de arcoíris, andando junto a tu sombra (un cuerpo esbelto recordando que la piel también es arte).
Te vi cruzar al mismo tiempo que me invadían las ganas inefables de besarte.
En ese espacio de tiempo donde la fuerza de tu mirada se posó en mí como un águila en su presa, sentí cada partícula de mi cuerpo dudar sobre sí mismo y preguntarse: ¿esto se siente cuando uno se enamora?, no supe contestar, solo sabía que la mente en su ilusión acertaba sin más, dijo que si a todo sin importarle que tu podrías ser el revolver capaz de matar un corazón lleno de amor.
Fue en ese instante donde sentí el deseo ardiente de romantizar la vida, me invadió un sentimiento de fe, de creer que en mi mundo gris existía la posibilidad de atisbar todo un círculo cromático, me deleite en la idea de que, por muy tonta que parezca, la suerte jugaba a mi favor.
Quien pensaría que luego de ese abrazo fortuito (que nos dimos aun siendo desconocidas, pero conectando con nuestras almas, como quien en la duda por saber del otro tiene la intuición que por muchos que sean sus defectos sabrá encontrar en ellos algo bueno con lo que quedarse); nacería entre tú y yo una conexión que te hace cuestionar:
-¿Quién es ella?
-¿Qué hay en ella que me provoca tanto este sentimiento?
-¿dé donde ha venido como para tener el poder de recordarme el placer de escribir?
Bajo esa memoria recordé que mis manos yacían muertas, hasta hoy, un primero de febrero, donde las letras manifestaron que ellas eran palabras, y cada palabra la posibilidad de una oración, cada oración una emoción, una que solo figuraba lo que siento por ti.
Y como quien en su imaginación se pierde, así me perdí, escribiéndote esto, divague y me escape, del tiempo, del vivir, del trabajo, de esta jaula que me apresa, viaje a nuestros momentos: la cita en la azotea bajo la luna llena, memorando el pasando y manifestando los sueños, compartiendo ideas, dándonos aliento; los besos dulces al amanecer, las noches amargas donde lloramos (lo que duele también cuenta), las carcajadas hasta al cansancio provocadas por nuestra locura, los silencios, pausados y largos, perdiéndonos en nuestros pensamientos, disfrutando de una sola cosa, la presencia de la otra.
Nunca me vi diciendo esto, pero: ¡qué bonita es la vida!, los tulipanes naranjas, la ciudad dándose un baño con la lluvia, dos seres tomados de la mano mientras cruzan el peatón, la brisa del frio, el golpe del aire, el cielo azul, la ropa en el tendedero, los párrafos conformando un libro, los amores no correspondidos, ¡qué bonito!, pero ¡qué bonito! ser incomprendido.
Solo diré que hay que estar locamente enamorados, de algo o alguien como para dejar de ser pesimistas y creer por una sola vez, una sola vez, que todo puede estar bien. Que esto no es un Titanic y la vida no es un iceberg. O al menos eso creí el día en que te conocí.