La vieja de la casa de al lado

Un día por accidente, vi por la ventana a la vieja de la casa de al lado, caminaba encorvada por la calle, mientras hacía rabietas esperando el momento de toda su vida para presumir de sus épocas.

Me pregunto: ¿acaso los años son una maleta que una debe ponerse sobre la espalda con el miedo a que los recuerdos se cuelen por un hueco, o que el Alzheimer nos asalte y se los lleve, que cuando ese momento tan esperado llegue olvidemos lo que estábamos por contar y solo se nos quede en la boca el: “en mis tiempos”, y no haya más que inventarnos nuestra propia historia?

Cuestione en que vuelo llegaban las arrugas, digo, para no ir por ellas al área de espera de un aeropuerto. 

Confieso que tuve miedo de estarle juzgando, pero en verdad solo me dio en que pensar.

En todo ese ir y venir de un pensamiento a otro, la vieja noto que le veía, rápidamente me escondí tras la cortina, pero termine dándome un portazo con los años que cada día suman uno más.

Mientras aquella mirada de duda, fulminante de la anciana, fue como una bala que se me incrusto en la cabeza y me hizo saber que ser adulto no implicaba libertad.

Comprendí la razón de sus rabietas, quizá en algún momento le toco el pedazo más pequeño de pastel, o como cosa rara, vendió sus sueños para pagar la deuda que conlleva vivir. 

Finalmente la vieja dejo de mirarme, recordó que ver a distancia era una opción premium no disponible a su edad. Entonces respire, respire y me asuste al darme cuenta que aquello no era una ventana sino un espejo.

Me invadió por completo el temor a cargar esa maleta para recordarles a mis descendientes como se escribía a lápiz y papel, yo no quiero guardarme esas historias inventadas a causa de olvidar.

Yo las quiero vivir, sobre todo quiero amar, a riesgo de perder, claro, amar tan intensamente, que cuando el tiempo quiera un chiste para reírse de mí, lo único que le quede sea el dedo medio y la que se ría sea yo. 

Quiero vanagloriarme de que un día escribí una mala palabra, sin miedo ni prejuicio y una sola cosa en mente – dejare la puerta abierta al Alzheimer para tomarnos el café de la tarde y al unísono decirnos el uno al otro: “ya nada es como en mis tiempos”, para sonreír por última vez, sin encorvar la espalda y en compañía de un buen amigo. El olvido.

Mi falta de identidad

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